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Después me refugiaba en la soledad de mi habitación con “ese” libro, un tomo muy gordo y muy gastado con las “mil mejores poesías de la lengua castellana”, a salvo de las mofas de mi hermano pequeño –una cruz difícil de portar por aquel entonces- pero, desgraciadamente, sin protección alguna frente a mi propia valoración. Allí practicaba en voz alta, pretendiendo emularles, y sintiendo, como si de una herida física se tratara, que jamás llegaría a hacerlo bien. Por más que lo intentaba no conseguía emocionarme cuando era yo quien leía poemas. Mientras él iba declamando, lágrimas osadas inundaban su mirada, a su boca asomaban pícaras sonrisas, su voz se tornaba grave o aflautada o suplicante según el carácter serio, alegre, o dramático del argumento. Yo nunca lo logré. Tal vez por eso, desde que él me falta, jamás he vuelto a abrir un libro de poesía, aunque me sigue encantando escucharla.
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Y tal vez por eso también ésta ha sido la novela que menos me ha gustado de Borrell, que en absoluto quiere decir que no me haya gustado, sino que me han gustado más las otras. Porque muchos de sus diálogos están escritos en verso y, en mi torpe intento de declamar con ritmo, de sorprender la belleza de la rima, me pierdo en el proceso desvinculándome de la historia.
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